Moradores de la ciudad: el hombre a solas / Miguel Martínez Antón

Santiago Polo es un pintor comprometido con los niveles más íntimos del ser humano. Le interesa el diálogo del hombre consigo mismo y en su relación con el lugar habitual donde éste mora, la ciudad.
Pinta la cualidad antropológica del espacio, o, si se prefiere, pinta el espacio como territorio antropológico. Lo concibe como esa realidad en la que el hombre -todo hombre y mujer- se reconoce a sí mismo mostrando algo de su identidad esencial. Y lo concibe, además, como elemento rico en simbolizaciones.
En su obra hay un lenguaje de lo liminar. Un deseo de investigar los límites de nuestra existencia como seres humanos Y esto lo intenta tomando como referente contextual el ámbito de la ciudad, en el que sitúa a solas, sin ayuda ni compañía de otro y de manera un tanto misteriosa, al individuo. Construye, de este modo, un espacio pictórico en el que resulta factible leer trazos representativos del hombre. La forma y la sustancia del espacio urbano le permiten configurar identidades, establecer relaciones, narrar historias temporales y aun extratemporales.
La espacialidad y la temporalidad, estas dos coordenadas de la existencia humana, las ve el autor formando parte de un sistema material y cordial de interacciones con el sujeto, de implicaciones con él. En los cuadros de Santiago Polo el ser humano y su medio ecológico –la ciudad- son realidades significativamente implicadas, no separables. Se da un diálogo abierto, inquietante, envuelto en una atmósfera silenciosa y discreta, pero a la vez elocuente y rotunda, entre dos protagonistas: el hombre y su entorno. Las inclusiones derivadas de la relación “hombre-ciudad” encuentran su explicación en los materiales simbólicos proporcionados por los espacios, volúmenes y colores de sus composiciones.
En estos trabajos hay un tema recurrente que salta a la vista: la “alabanza” de la soledad del individuo. Polo observa e interioriza la soledad humana como experiencia vital, impresionando en el papel o en la tela las emociones y efectos que aquélla provoca. Lo hace mediante un recurso analítico en el que la exterioridad y la interioridad de los objetos constituyen el principal hilo conductor a la hora de enlazar sin artificios los contenidos del tema y sus representaciones formales (luz, color, figuras, espacios, volúmenes). El contexto cotidiano de la ciudad, casi siempre envuelto en atmósferas difusas, es la circunstancia de la que se parte para subrayar la densidad antropológica y el sentido en el que puede cristalizar la mencionada experiencia.
Son variadas las tonalidades, diferentes los ángulos y matices que se combinan para expresar el acontecimiento humano de la soledad e incomunicación como práctica “compartida”. Así, la inseguridad e indefensión del individuo en su propio medio, aunque le vigilen o protejan tres mil cámaras; el anonimato de la persona, aunque le identifique un código de barras infalible; el silencio de las relaciones y el extrañamiento del otro, aunque se propaguen las palabras o las personas se crucen en los espacios exteriores; la huida voluntaria del territorio, aunque sus moradores se vean confinados al espacio físico; la nostalgia de un horizonte que se intuye restaurador de la persona, pero que se halla “al otro lado” de la ventana... Este haz de representaciones configura el paisaje pictórico de unos cuadros en los que “cercanía” y “lejanía”, “ausencia” y “presencia” de personajes, espacios y sensaciones completan un plano estético donde la simplicidad y armonía de sus elementos hacen creíble el propósito y los resultados de la producción artística.
¿Busca trascendencia la obra de Santiago Polo? Quizás no. Quizás sea profundización. El autor se adentra con cierta radicalidad por los caminos de la reflexión metafísica para hablar de lo que siente y decir algo de lo que somos. Lo expresa de la siguiente manera:
En un mundo lleno de libertad, lo que se mueve es el hombre solo, ajustado a las circunstancias de su soledad: incomunicación, silencio, ensimismamiento, tristeza, reclusión...
La persona siempre es la misma: figuras (hombre/mujer) que parece que no están, siluetas en volumen, sin concretarse, borrosas, perfectas pero sin hacer, en la lejanía, en quietud aunque con intención de movimiento. Rasgos estilizados. Rostros imprecisos, difuminados y velados. Recuerdos.
La persona no es tanto una forma material cuanto un determinado “estado del alma”: la expresión pictórica trasluce una dimensión más honda del hombre. En el cuadro, la materialidad de los cuerpos es la excusa a la que se agarra el autor para asomarse al espíritu humano, para sondear en la morada del alma.
Los espacios, más que “tenerlos”, se “presienten”. Con frecuencia son mínimos, y profundos. Evocan lo exterior y lo interior. Anuncian la intemporalidad y la gravedad del tiempo. En un mundo incomunicado, donde los personajes no se encuentran porque hay bloques y muros delante, la única comunicación viene dada por la luz. Paradójicamente, los bloques, los muros, las ventanas, es decir, esa materia que contrasta -y a veces casi se funde- con la figura humana es, también, luz. El tiempo, como el paso de la vida, puede dejar yermos y vacíos los espacios exteriores e interiores del hombre, como si no quedase nada..., pero también puede hacer que éste retorne de su exilio, como retornó Mercurio a la corte de los dioses tras haber sido arrojado a la tierra de los hombres.
Los colores (violetas terrosos, azulados, sienas, grises violáceos, ocres rojizos) intensifican la dureza de la soledad, el frío de las estancias, el grito de la melancolía, el silencio de la materia, el sosiego del tiempo, o la tensión interior.
Santiago Polo ensaya respetuosamente con el hombre y ensaya con creatividad sobre el color. Sabe lo que es entonar un cuadro: lo pone de manifiesto su sensibilidad para matizar el color.
En la obra de este pintor, acostumbrado al ejercicio de la introspección, hay un componente ético de extraordinaria magnitud. Ha sabido entender el compromiso ético al que no debe renunciar la creación artística, y no lo ha silenciado. Porque cree en el hombre, el suyo no es un arte desencarnado. Su pintura profundiza en dimensiones hondas de la persona y al hacerlo con las técnicas expresivas que lo hace –a veces de manera desgarradora y agresiva, a veces con extremada suavidad- convierte su trabajo en una acción socialmente crítica y contestataria. Denunciando la capacidad despersonalizadora de la ciudad moderna, reivindica un hábitat más digno para el ser humano. Denunciando la exclusión, reclama la hospitalidad y la acogida. Denunciando, en fin, la estéril clausura del individuo en el espacio comúnmente habitado, demanda un tipo de relaciones posibilitadoras de lo humano .

Miguel Martínez Antón
Sociólogo.
Profesor de Ética y Deontología Profesional.
Universidad SEK.
Segovia, febrero 2004.